Descanso dentro de los fuegos de mi cuerpo engrasado y seco. El silencio lo domina todo en este tercer piso del desierto edificio de la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile.

Estoy en una de las vitrinas dedicadas a Martín Gusinde, el arrebatador de sombras. Aquí duermo y vigilo en mis músculos alambrados eléctricos, caminando entre los dioses, los espíritus, las palabras secretas y las imágenes sepias. Por el día esto se llena de personajes escolares y curiosos que escarban libros ficheros y más de 4.000 fotos de fueguinos sonrientes desnudos y pintados. Se pasean por los amplios pasillos de pisos brillantes de figuras geométricas en blanco y negro piños de funcionarios y guardias uniformados intercomunicados entre las solitarias y enormes dependencias que huelen a mesones de madera papel y vidrio por las salas de lectura de alfombras pesadas de pasadas décadas.
Mis silentes hermanos viven y se mueven en el telón de las paredes pisos y escalas marmoleadas blancas y escucho sus lejanos pasos en las gradas forradas de terciopelo rojo pasamanos de brillante bronce y el último clic clac al cerrarse las lentas y herméticas puertas metálicas que dan a las calles Moneda o Alameda y sus grandes terraplenes son la base de las enormes columnas cilíndricas que sostienen desde la esquina el gran techo y cuatro cabezas de un animal que no distingo desde aquí.
Puedo pasear entre este pasado de papel y presente digital en las solitarias salas alfombradas de quietud y silencio del entorno que guarda utensilios hechos por manos antepasadas, herramientas, las agendas con anotaciones del sacerdote, filmaciones voces y fotografías que repartió por el mundo sus cartas e instrumentos informes a sus superiores en la Universidad de Chile. Todo muy nuestro de mi pueblo, pero dentro de la irrespirable vitrina hay dos objetos que dudo que hayan sido de él, una actual caja de fósforos Copihue y un estirado clavo de cuatro pulgadas. Esto cavilo mientras dormito en el bote ahuecado a fuego en mi sueño lo siento zozobrar en el mismo mar negro que aúlla las sales de sus voces de piedra y espuma.
En el frontis del edificio hay un enorme Yo un yo igual a mí, seco y quieto en su vida de cartón y aquí estoy con el cuerpo graso hidratado y pintado en franjas rojas y blancas de pies a cabeza ákel gredoso con grasa de guanaco sagrado. Equilibro una flecha con punta de diente de lobo marino en mis manos. Salgo al viento particulado del techo del edificio mi aliento se hace más liviano aún y estoy de pie en el aire que recorre múltiples deslavadas construcciones antiguas con techos y fachadas que rodean el corazón de los edificios que de diferente porte me rodean amenazantes entre la copa del Huelén y los recientes edificios de vidrios reflectantes.
Camino angustiado por los aires sobre las calles y las construcciones ¡ah! ¡qué dicha ¡camino sobre el atardecer de la Alameda y Santa Rosa como si fueran mis andes patagónicos a medio sumergir o emerger. Mi timón son los brazos que al menor movimiento de manos y codos me hacen tomar mi rumbo. Vuelo sin ropa de súper héroe, no reconozco mi vestidura en el aire y mi cuerpo no lo siento.

Soy una conciencia que vuela sin peso vuelo vertical con la cabeza erguida y los ojos muy abiertos y con los brazos extendidos hacia los lados a la altura de los hombros. Quiero ir a meterme invisible en otro texto y colaborar con el accionar de ellos. Nado en el aire. El movimiento de las piernas ayuda a desplazarme hacia arriba caminando sobre las calles céntricas de Santiago enfermo atragantado con su plomiza aura manto en suspensión que irrita la garganta y me quebraja la piel por meses al interior de la vitrina solitaria. Los difíciles caminos de lavida nos caminan encima. El plomo que me impregna los pulmones a mi paso es lo más real de este instante. El esmog es el maligno y dios es una tarjeta plástica con seis claves que entrega dinero nuevo a los privilegiados. Y yo ¿qué hago aquí? Los lugares que sobrevuelo están desiertos sin saber con certeza la hora que es, la luminosidad es diferente los sonidos son remotos al fondo del mal olor del aire. Me acostumbro en silencio a esas partículas esos gránulos negros en mi respiración otrora transparente siente su paso gris por mi nariz y la respiración se hace trizas en un acceso convulsivo. No soy el atlético gran pie que hace más de doscientos años le sonríe a Charles Darwin y lo ve como perro, perro austral canis magallanicus. Soy más grande que estos que me vienen a ver a la exposición abierta hace meses que empieza en el hall principal y llego a todos los marmoleados y aterciopelados rincones.
Me desplazo libre a mi tarea de recorrer las bodegas oscuras dependencias abandonadas que dan a los pasillos mullidos de rojo o azul heladas salas para recordar a unos conferencistas de temas infinitos y de escasos oyentes. Me siento en las gradas de la entrada de Alameda a observar el nuevo amanecer en los primeros pasos de trasnochados y madrugadores. Empiezo a tejer con mis manos una fina trenza de pelos como lo hacía mi abuela por años borrosos y mi madre se hizo también anciana hilando pelos humanos que le darían los poderes perdidos mutilados ensangrentados y olvidados. Primeros ruidos de micros y ambulancias con sirenas ululantes de colores y herméticos carros policiales asustan a los cartoneros que hurguetean en las cajas apiladas a la entrada de los edificios y locales de comida chatarra, veo a los malandras que llevan sospechosos
sacos negros plásticos que envuelven diferentes formas y pesos. Me meto entre la gente ensimismada que baja de las micros que vienen del poniente y del norte a trabajar en las farmacias, en las oficinas públicas, en las rotiserías, en las veredas, en bancos y grandes tiendas, en las notarías y en los locales que sacan fotocopias y en los que venden papas fritas y dulces galletas que impregnan el aire de la ciudad que despierta tiznada. Es la diaria ciudad bulliciosa que por las noches es abandonada a los nuevos depredadores del vidrio, del plástico y del cartón. Otra brigada sombría, rastrojea desperdicios comestibles. Los edificios históricos o de raigambre republicana están vedados al común de la gente.
¿Dónde está el corazón de Santiago? ¿Dónde tiene su alma? ¿Cuál es el espíritu ancestral de esta entristecida ciudad? El culo civil se vislumbra por el palacio abandonado por bombardeo del Toesca.

La marejada de la multitud me lleva y trae por diferentes calles y pasajes iluminadosartificialmente y llenos de tiendas que venden de todo importado de Indonesia, China, Corea y Taiwán. Es una ciudad mercado que por distracción ofrece los coloridos afiches de las carteleras cinematográficas en un suelo que carece de tierra. El canario mecánico de Panamtur vuela, cegando a los timoratos transeúntes que sueñan esa fragancia territorial milenaria. Sólo florecen papeles arrugados en las veredas; no hay extensas y aromáticas praderas venteadas. Con los ojos cerrados siento los pasos que no van a ninguna parte, un murmullo de suelas ciegas que vienen a arrastrarse por el centro y distinguirse en el mar de cabezas en movimiento del mediodía. En el sembradío de manos y voces, me siento junto al reloj electrónico que indica sus señales hacia el cielo. Es la hora de mi espontáneo sobresalto al sentir el cañonazo de las doce; su alma colectiva ciudadana puede estar en estas calles Agustinas, Huérfanos y Ahumada en que me ofrecen, insistentemente, cambio dólar y monedas australes o argentinas. En Moneda entregan tarjetas y volantes con rebajas de precio en la atención en casas de masajes y topless donde las criollas muchachas muestran sus pechos y nalguitas brillantes a los caballeros encorbatados que toman sucesivas pequeñas tazas de aromático café natural, importado, entremezclados con unos buenos saques de la buena en el espejo del baño.
Me hablan y no contesto. No sé si es porque no sé hacerlo o porque temo que salga mi voz gutural o se me escapen las otras voces que tanto me ha costado recordar, aprender y conservar como para perderlas malamente con estos actuales, versus los ancestrales. Las voces perdidas que inician nuestra desaparición y exterminio total me persiguen.
Deambulo celeste nube por los concurridos paseos peatonales repletos de paseantes y compradores observando las caras de los transeúntes que avanzan lentamente compactos. Son los mismos rasgos de quienes aniquilan a mi pueblo, no encuentro ninguna cara parecida a la mía, a mi porte, a mi manera de andar y cazar. Es que mis antepasados no dejan nada, sólo en la tierra un campamento abandonado de pieles conchas y huesos a la orilla del mar no queda una mano muerta señalando cuál ha de ser nuestro camino futuro. La realidad no pasa de ser una vieja página impresa y guardada bajo siete llaves. No conocen ya nuestras canciones rituales y nuestros dioses, han de estar muertos de soledad en pasados y futuros. Si nosotros no estamos, nuestros dioses desesperados se abandonan y se sumergen en los hielos eternos. ¿Dónde estamos los hijos, los nietos, los rechoznos de los habitantes de las costas y vericuetos de canales navegantes de los mares negros llevando el fuego encendido en la piel de foca y cazadores de cielos profundos y altas marejadas de difícil e insegura travesía?
El aire actual de esta presente mañana junto a la Biblioteca Nacional se enrarece, ingresan columnas de centenares de estudiantes que cantan y aplauden acompasadamente sus fuertes consignas y extienden un gran lienzo blanco con letras rojas y negras.
Se hacen presentes las policías fuertemente armadas, las tiendas de comida al paso bajan las cortinas metálicas y se encierran a esperar el habitual desenlace. Hace su entrada el gigantesco guanaco numerado blanco y negro que escupe aguas adulteradas a estudiantes y transeúntes varios. El zorrillo dispara a la multitud sus chingues hedores. A una cuadra vigila, el Huáscar, el paso de los guerreros encasquetados y parapetados tras unas protecciones de fibra transparente que embisten contra todo aquél que se cruce en su camino; reciben lumazos, empujones en los juegos de guerra, arrinconados contra la vitrina de una multi tienda de electrodomésticos al crédito. El aire se quiebra con la presencia de cloropicrina, aliento lloroso, impregnado ácido pícrico. A ojos cerrados, añoro la estrecha vitrina de la exposición en que duermo entre los justos que tratan de hacer Memoria olvidados en las estanterías; nueva forma de estar presos.
Alejándome del lugar de los bulliciosos y violentos incidentes, sigo a dos empleados del Archivo Judicial, el Patas de Uva y su jefe, que para capear el boche de la gresca entre estudiantes y pacos que parecen marcianos o langostinos, dirigen sus pasos a las chicherías cercanas a la orilla norte del río Mapocho antes de desaparecer transformado en negocio trucho.
De fondo, la callada Estación Mapocho, en vano espera que llegue algún tren; ahora retumba de música de Willy Colón y se abren las páginas de sucesivas ferias del libro. Rondan, crujientes, las ánimas de los portamaletas, de los portaequipajes de gorras rojas y visera negra con su número brillante de bronce que recorren los andenes, a la espera de empujar su singular carro, repleto de maletas y recibir sus esperadas propinas; sin entender quién decide que la estación deje de ser estación y sus dependencias se negocien hasta desaparecer en las chicherías de guapos, los guapos se lavan por dentro con uva cruda, otros, en las esquinas, comen enormes sopaipillas fritas amarillas, tóxicas en un extinto barquito manisero que vende turrón artesanal. Los punteos de las guitarras y los tocadores de nudillos hacen la cueca de los medios de chicha al seco donde el aire ahora se siente oleaginoso por el espíritu de las papas fritas que flota en las calles, veredas y plazas, dejando impregnadas las ropas y el pelo. Santiago de Chile huele a aceite refrito como Lima a cuero de pollo a las brasas. La fritanga criolla es el principal alimento de los que vienen a trabajar, los que vienen a pagar cuentas o repactar créditos financieros en crisis. La mayoría vienen a lo que se les presente, la ocasión hace el gol. El aire contaminado y pesado de las fritanguerías queda suspendido en el aire emblemático de la ciudad y en la soledad de las noches de la ciudad oficina, se adhiere a las altas paredes de los edificios que descansan por unas pocas plomizas horas. Al oscurecer, llegan los aseadores de ventanales y pasillos; los cartoneros nuevamente despejan el escenario para que todo indique que hoy está igual que ayer y que mañana. ¿Estos escasos árboles, quién los planta? ¿Estos huevones al bronce qué hicieron? Quiero volver a caminar bajo los grandes pehuenes, energéticas lengas y los rojos gigantes alerces; comer pan de piñones y licor de calafate. Mi convalecencia de atrapado inconsciente en una vitrina que ha estado en olvidadas y solitarias bodegas y, estas últimas seis décadas, he pasado a ser desencajonado y expuesto a la contemporaneidad para ser observado y fotografiado por cientos de turistas de todas partes del mundo; no tanto como la miss Chile del Museo de la Quinta Normal o el niño sacrificado en el visible santuario de las cumbres de la cordillera de Los Andes en El Plomo. Cauri Pacssa dice llamarse.
Mis piernas apenas me sostienen entre esta desorganizada multitud siguiendo a los funcionarios del archivo judicial que regresan copeteados hasta los ojos de las riberas del río a sus picadas céntricas habituales, el bar El Quijote, el Inés de Suárez, por ellos me he aficionado a los chichones, a los medios de pipeño con naranja, a las chichas con vino blanco y a los jotes invernales con los que estoy varias horas tomando y revolviendo las naranjas con los dedos mientras escucho a Jorge Teillier acodado en la barra que trata de decirme quién soy.
Llego extraviado y me introduzco por las lanzas del jardín para trepar por cornisas y columnas hasta una ventana redonda del cuarto piso, llego a mi lugar en la sala de exposiciones. Tras los vidrios la chicha agrieta mis labios, me da el delirio de decir los nombres de quienes desnudos me miran desplazándose de la pared en las imágenes que no cesan de correr por las paredes de la gran sala. Ellos fueron. Sueño con mi grupo, en medio estoy de pie con una gran piel al hombro, sin verlo mi abuelo observa cómo con las manos nos damos a entender a los hombres de los barcos, cambiamos acogedoras pieles por comida y nos acostumbramos a recibir sus botellas de ginebra, ron de las Antillas, whisky y vodka que ayuda a la desaparición de nuestra raza navegantes borrachos que caen a las aguas. Recuerdo los ancianos con sus ojos llenos de lágrimas ardientes que siento caer cerca de mi boca. Escucho las pocas palabras raspadas de los abuelos que reciben de sus padres en un susurro y que nosotros debemos entender su mensaje y sus creencias ¿quién nos transmite lo que tenemos que continuar transmitiendo? debemos ir encontrando los mensajes imperceptibles que dicen dejarnos tras cada arruga que mantienen sus rostros de expresivas miradas. El delirio lo siento por fuera y por dentro, respiro los primeros años del siglo cuando el hombre llega a la luna, yo soy parte de una raza exterminada, soy el hombre inexistente, un hombre natural de antes del siglo quince antes de los invasores que traen alambradas, las enfermedades y las armas de fuego con las que terminan por extinguirnos más allá de la propia muerte. En el desvarío llego a los antiguos caminos los senderos hechos por los pies de mis antepasados reconozco sus rucas entre los arbustos y desde una fogata me llaman todos, me saludan y subimos a una canoa de piel que parte en silenciosa cacería. Están mis puñales hechos con espinas de pescados.
Sus canciones a veces me llegan entre las piedras. De súbito estoy despierto o soñando en la ruidosa y contaminada ciudad sin entender nada, sin saber de precios de ovejas ni las nacionalidades de los estancieros dueños de acciones y hectáreas ilimitadas o buscadores de minerales y petróleo en extrañas ropas. Sé del precio de una oreja humana o el equivalente en trueque de un guanaco recién nacido y degollado. Dentro de mí, ando por los aires, camino como el ancestral hombre cazador el recolector el solitario pescador y navegante de los canales que se agitan en la lluvia y el viento. El que no habla con nadie por temporadas eternas. Converso con el mar, con las piedras que pulo y con las ramas que tejo y hago pequeños cestos con tapa para colgar de mi cuello. Dialogo con los dioses y los lobos lanudos. En la canoa va el fuego envuelto para tenerlo listo en los descansos de la pesca y la caza. Después nos cazan a nosotros. Huimos llevando el terror de ver llegar a los mercenarios y ver caer a todas nuestras familias bajo las balaceras de los pistoleros pagados por extranjeros y criollos. Indefensos aquí murieron asesinados hasta nuestros dioses. Los debo ubicar en el sueño, reencontrarnos ellos regresarán al ver que nosotros hemos llegado estarán entre nosotros viendo emerger a nuestro querido hermano antepasado entre las realidades de la zona donde la naturaleza es altanera con los animales de sangre caliente y las plantas sagradas nos brindan sus néctares alucinantes polvos ñopos de savias negras que nos permiten transitar por las avenidas de los muertos.
Los hombres de ayer como los de hoy, desconocen lo qué les sucede a nuestras razas sureñas que mueren en su presente y en su pasado dejándonos desprovistos de futuro.

 


Buscaré a mis semejantes que permanecen guardados como yo en vitrinas custodiadas de Francia, Inglaterra, Japón, Estados Unidos y Rusia. Todas pertenencias robadas o compradas por traficantes en Chile y Argentina. Es el ataque del licor ancestral que me enfurece hasta el futuro y quiero preguntar ¿dónde están nuestros hombres? sus agrupaciones y organizaciones, mis queridos guaicurúes ¿quién responde por saber dónde están los que fueron nuestros niños de tantas edades anteriores? Ellos se terminaron, no están más en las tierras de nuevos dueños.
En esta desgrasada multitud urbana encuentro ojos sin miradas, oídos sin sonidos, bocas que no hablan nuestras palabras que no cantan nuestros cantos. Un transeúnte que pasa distraído me encuentra ovillado en las plomas gradas de piedra de la entrada de la Biblioteca Nacional, se acerca y me da unas monedas, llega un grupo de muchachos pelados con túnicas anaranjadas con pulseras y collares de semillas en su cuerpo que huele a sándalo e incienso y que repiten incansablemente hare hare Krisna are are krisna.
Mi mirada vidriosa se eleva en mi cabeza, en mi mente percibo una columna de gente que avanza y que canta, que llevan velas encendidas, banderas rojas y negras y grandes fotos de personas y una gran leyenda ¿dónde están? Las cámaras de vigilancia captan todo el olvido que sale y entra. Este dónde está, no es por los míos. Antepasados, antepasados ¿por qué no surgen a vaticinarme el origen y el fin? Tanto tiempo sin vernos, los necesito hoy que nos convertimos en extraños gualichos entre nuestros canales y rucas. Yo vivo para sus vidas extintas, vuelvo por los sueños de nuestros dioses a descifrar los enigmas de los anteriores que se pierden en los días y en los silencios quiero repetir cada uno de nuestros naturales nombres. Antepasado te siento transitar en mi cuerpo antepasado que utilizas mis ojos gracias por darme esta nueva vida serás mi plegaria. Recién aparecido y soy el último hijo de los dioses muertos que hoy deambula por una invisible barriada sub urbana desconocida.
Existen los viejos recortes de diarios y revistas añejas dando cuenta de los fenómenos curiosos de este imaginario Chile, fotos de los últimos ancianos hombres australes vivos vestidos a la usanza invasora, juntos en las fotos de los últimos rojos y azules veteranos sobrevivientes dorados de la Guerra del Pacífico, que en algunas ceremonias públicas y oficiales sientan junto a las autoridades y sus invitados. Los vi en una ceremonia en la Plaza Ñuñoa. Decoran las fotos oficiales, no hacen uso de la palabra, no se mueven, solo observan todo ese movimiento de afuera y ellos recuerdan a sus muertos en sus batallas de la Guerra del Pacífico y son atacados por extraños dolores que no se comprenden los motivos.
Por nuestras tierras desoladas es posible ver algún dios herido que repta junto a las fieras y dan vueltas las aguas del gran canasto del mar por las mangas de los canales el mar derrama sus canastos de aguas en playas abiertas para que el hombre vaya a recoger sus ofrendas. Nadie llega y vuelve el mar a llevárselas y a buscarnos en otra orilla cada vez más lejana. Sigo con mis pasos de tierra sobre los aires, de cuando en cuando observo algún nuevo dios que se lamenta de no haber podido salvarnos de los fusileros de las compañías explotadoras de los estancieros y de los poderosos comerciantes e importadores patagónicos y magallánicos de aquí y de allá.
Mis pensamientos dejo atrás en mi vuelo abriendo el viento, salgo de la ciudad ruidosa hacia el sur, cruzo sobre el río Maipo y al fondo se unen las cordilleras, distingo la hermosa y colorida planicie de La Vacada, desciendo por Culitrín en los faldeos del Challay decorados con los ojos amarillos del melinoto florido que hace que los sueños sean mejores. Desde la tierra revenida de humedad a mis pies me sube un sueño asoleado que me enfrenta a la realidad. No queda ninguno de nosotros, los lobos de tres pelos se pierden bajo la negra bandera que flamea a jirones en los vientos remotos, de sus huilas sale una nueva luz emerge fuego desde la tierra compañera que quiere hablar. Son mis dioses los que no están, ellos los dueños hasta de la más insignificante ave y de la minúscula hierba que nace del majestuoso día que sale de su cascarón milenario allá donde se pierde el sol y la tierra se vuelca estrepitosa al mar. Deambulo por las soledades cuando llueve como una campana entre años de muertes y de olvidos. Mis mejillas se afilan y mis dientes relampaguean debo cazar para comer y abrigarme.
De regreso en la ciudad, esta noche llego a la hospedería de la calle Aldunate, duermo junto a Guillermo García Astudillo, antiguo lazarillo heredado por Don Rodrigo. La noche siguiente camino por General Velásquez hasta detenerme en la esquina de la hospedería del Hogar de Cristo. Los marginados, los solos y los alcohólicos olvidados ancianos anónimos son uno, tratando de no pagar por pasar la noche en el edificio que se extiende pintado color concho de vino. Siento arrastrar sus pasos y solitarios murmullos que mantienen como una secreta oración estamos todo el día parados en el medio de la calle junto al semáforo pidiendo monedas a los conductores de los vehículos que se detienen los cientos de veces que les toca la luz roja para poder virar izquierda. Ahí conozco a un gruñón solitario que me pide que lo ayude a ganarse unas monedas. De madrugada me lleva por pasajes vericuetos y calles chicas sin salida, cerca de un canal de aguas turbias alambrado que cruza la población Los Nogales. De aquí retira su compañera de trabajo, una hermosa llama blanca de coloridos pompones de lana que cuelgan de sus orejas en la cola y la frente. Se parece a mí casi extinto guanaco. Camino conversando con el patrón que se entusiasma con mis historias del milodón y del diente de sable. Él habla desde la simple cátedra de la filosofía del hombre presente que no es otra que la del sencillo hombre del pasado. Que algún ancestro de él pudo haber matado a uno de los míos porque desciende de buscadores de oro. Ya cállate ahora, patagón culiao, que tengo que trabajar, acompáñame y ayúdame cuando se encabrite el animal y recógele con la palita plástica la mugre cada vez que se cague cuando hay público fotografiándose o esperando su turno.
Nos paramos a la salida del mercado persa en el sector de la Estación Central a ofrecer a la llama por luca, luquita para que los niños se saquen una foto con ella; esperamos la clientela en multitudes que entran y salen apurados con bolsas, paquetes del Persa, buscando la colorida micro con número que lleva a sus barrios. El niño se inmortaliza arriba de la llama con el enorme sombrero negro con brillos de espejos mejicanos que no tienen nada que ver con el animal, pero la gente lo pide. El domingo estamos en la entrada de la Feria Lo Valledor, cuidando que no le roben al patrón la cámara instantánea con que saca las fotos de niños y llama. Tampoco se debe descuidar del animal, ya que unas semanas atrás un piño de pelusas, angustiados por la pasta base de cocaína, le roba la pareja de esta llamita con la que se gana el sustento, desde hace unas semanas. Él llega al lugar con los pacos cuando la pandilla la estaba asando bajo el puente clandestino del zanjón que orillea la población Santiago donde una manga de perros se disputan jirones de pellejos.
Con tremendas lágrimas que le bajan lentas por los surcos de su acongojado rostro, me lo cuenta; tras breve quebrazón, el patrón se recupera. Me pide que le haga un gran favor, ya que mañana lunes tiene que ausentarse para saber si es cierto que una hermana que no ve hace muchos años, vive en una localidad llamada Hospital. Necesita que yo le cuide el animal, sin trabajarlo, solo ver que coma pastos y beba agua. Que no tiene confianza en ninguna otra persona sino en mí que soy un tipo tan extraño. Me hago cargo de su llamativa socia. Parto a vagar para que el animal coma pasto en los sitios abandonados. A la salida de una escuela primaria, los niños se acercan a tocar el animal que se encabrita y busca, con tristeza, a su alrededor una escapatoria para que yo la siga y salgamos de la infantil multitud que la pone nerviosa. Deja caer sus múltiples y compactas brillantes bolitas de caca que hacen carcajear a los escolares.
Despreocupado de la realidad, buscando verduras en las basuras de la calle Luis Infante Cerda, caigo en una inesperada redada policial. No sé decir quién soy. ¿De dónde sacaste la llama, indio ladrón? Vuelvo a ser indio y ladrón, enfrentado a las nuevas armas de los nuevos chilenos. Mis dientes sueltos no piden ser traídos a una exposición naftalinada. De un empujón, estoy arriba de una micro policial repleta de detenidos que reciben golpes de pies, cachazos y garabatos. Yo permanezco en silencio, arrugándome en un rincón, a que avisen a la Sociedad Protectora de Animales, a que venga a buscar la llama que permanece amarrada a un árbol. La tropa amenaza, insulta, golpea.
Loco recorrido de la micro por la nocturna Alameda a la comisaría cercana y los detenidos gritan rítmicamente con euforia ¡Argentina!, ¡Argentina!, ¡Argentinaaaaa! Un general vecino dijo en un generalizado apagón eléctrico del gran Buenos Aires, que almorzaba Santiago y el champán se lo tomaba en Viña del Mar.
¿Cómo te llamai? Hohuen. Mis respuestas no son satisfactorias; mi falta de documentación y mi aspecto físico, me hacen un tipo en exceso sospechoso. En un par de horas, quedo en un calabozo mal iluminado con su típico olor ácido. Apretujado, de pie frente a siete u ocho sombras afirmadas contra los muros rasguñados. Distingo otros cuerpos en el suelo. El carterista Cisternas está completamente rapado, me dice que de seguro el animalito se lo van a comer ellos. El Jinete, lanza internacional de vacaciones en Chile, dice que no me preocupe por el animal, puede ser el precio de mi liberación mañana o pasado; si no se calientan contigo y te dan y te dan hasta saber realmente quién eres. En la celda está El Patán, que lo traen por el choreo de una docena de balones de gas licuado. También está "el 4 y medio”, le dicen así porque le falta la falange de un dedo de
su mano derecha. En la sordidez, el humor nos mantiene de pie, en actitud de testigo presencial, extra literario. Llegan dos hermanos que los pillan vendiendo caletas de mariguana andina en las cuatro esquinas. Desde los calabozos se distingue una pequeña luz, cada vez que se abre el portón de afuera. Vienen a reclamar los parientes, les dicen que están consultando si tienen antecedentes anteriores; si no los tienen, podrán salir, dejando una prenda, pagando una multa o fijarán posibles citas con las hermanas o madres de los muchachos por los cuales viene la familia a reclamar. Al rato, traen a tres jóvenes por estar bebiendo en la vía pública; otros ingresan por sapeos de las viejas copuchentas. La noche de pie se hace eterna, se duerme de pie; se intercambian experiencias divertidas como la llegada del Taza, el chico que le falta una oreja y otros chascarros propios o inventados para mantener el ánimo. Los autos policiales entran y salen bulliciosos. La oscuridad es rota de improviso por la presencia de una linterna que procede a iluminar la celda ¡numerarse los huevones! Vuelta a la oscuridad hasta que entra un vehículo con luces y balizas giratorias encendidas que iluminan la bajada de nuevos sospechosos y delincuentes confirmados.
Mi fealdad, el animal que no puedo justificar y mi ausencia de documentos de identidad, los hace suponer que debo ser un fiero maleante limítrofe, un sicario de la mafia colombiana que vengo de estar en una cueva negra de brujos, después de haber cometido quién sabe qué salvaje homicidio, un Chacal de Nahueltoro o de Alcohuaz. Por mi cara aindiada, piensan que puedo estar relacionado con Sendero Luminoso, las FARC o con el Frente Patriótico Manuel Rodríguez o el Movimiento Juvenil Lautaro. Estas dudas de inteligencia, me hacen merecedor de pasar a otro centro de reclusión mayor que recibe gente de los barrios de la periferia sur oriente de Santiago.
El día lunes hacen fila los vehículos institucionales, yendo a buscar a sus detenidos que por una puerta entran al juzgado y por la otra, salen engrillados para reingresar al presidio.
Algunos detenidos quedan en el primer cuartel institucional para que canten en la parrilla y quitarle el escaso botín al delincuente eléctrico; El Patán que cae con doce balones de gas licuado robados, al juzgado entra con tres, así la carga pesa menos y los funcionarios se reparten el sobrante.
Pienso en mi reciente conocido en la hospedería que ya debe haber regresado de su trámite en Hospital y no sabrá qué pasa con su llamita. No volverá a creer en nadie, maldecirá al patagón ladrón. Aquí pasa el tiempo con gente que entra y sale por las custodiadas puertas enrejadas. Quedan los que gritan, los que reciben golpes. Me engrillan junto al Hombre Lobo con poncho y al Shogún, esposados y encadenados en la parte trasera de una camioneta blanca descubierta, nos trasladan a las otras instalaciones principales. Miro en todas direcciones y no logro ver la llama por ningún lado. ¡Apúrate indio de mierda! Estás en un buen lío. ¡No tienes identidad mierda! y la tenencia de ese animal sin permisos ni certificados de vacunas, nada; di, huevón, de donde te robaste el animal ¡indio desgraciado!
La caravana se desplaza con sirenas y escoltas que atraviesan la ciudad de Santiago y nos introducen a una fortaleza, llena de escalas enrejadas de ventanas ciegas y protecciones contra cualquier intento de fuga o de rescate. La luz del día no se ve. Aquí siguen las fotos y buscan mis huellas en las fichas históricas y no me encuentran. No me creen cuando digo que mis orígenes son del extremo sur. Peor, sino senderista, del MRTA. O eres montonero o un tupamaro culiao. Di, indio de mierda, de qué fracción rodriguista o de la Resistencia eres. El no encontrarme en sus listas y registros, aumenta mi peligrosidad y mi vigilancia; vienen de varias unidades especializadas para identificarme, nacionales y extranjeros. Me sacan los grillos y cadenas que me mantiene un brazo inmovilizado junto a la pierna. Nuevas revisiones, nuevas preguntas. Inciertas respuestas relacionadas con mi propia identidad y la de mis posibles padres. Me toman por tarado. Aquí hay que tener memoria porque a la salida, si te la dan, debes decir lo mismo que al entrar, si no o si hay alguna contradicción, indio, te pescan y te vuelven a incomunicar por otros siete días hasta que descubran quién eres.
Por solitarios pasillos amurallados, oficinas iluminadas sin ventanas; aislados, los ruidos de la calle, van quedando tras las herméticas puertas metálicas y patios ciegos; murallas y torres con gendarmes armados en constante amenaza. El mundo de afuera no existe. Las identificaciones se repiten en cada puerta, a la entrada y salida de la escala. Aquí están nuestras voces y nuestros olores y hedores para acompañarnos en los sobresaltos cuando se abren las rejas e ingresan nuevos aporreados pensionistas y nos despiertan a gritos y amenazas. En el lote que estoy, somos más de cien personas entre delincuentes habituales, microtraficantes, comerciantes callejeros, lanzas locales e internacionales; vendedores cuneteros de libros y música pirateada; indigentes, borrachos de adulterados y químicos brebajes en la vía pública, cándidos huevones y estudiantes que protestan contra la dictadura. Hay vagos que están felices de tener techo y comida; saben que a los siete días van a estar afuera, así van pasando el tiempo de sus marginales vidas, entrando y saliendo, a veces con maltrato. El gendarme que nos engrilla, nos pide que no le hagamos numeritos ni cuáticas ni pintadas de monos a él que está cumpliendo con su trabajo, que él no nos ha mandado para acá. Que no estamos presos con su decisión; yo tengo mi familia, cabritos y tengo que darles de comer, así que, si se avispan o tratan de pasarse de listos, les mando un grupo especial que tenemos para tranquilizarlos. Los que llevan más tiempo encerrados ayudan en las diarias tareas del aseo; ayudan con los carros de la repartija de la comida y las olladas de té hirviendo y endulzado con piedra lumbre o sedantes, aportan nuevas palabras a las conversaciones para matar las largas horas del encierro. El amplio y encementado sitio de confinamiento que me toca a mí, es junto a los “Bee Gees” por ser los tres de barba y algo rubios de mechas que los sacan engrillados juntos porque están encausados, los tres, en el mismo atado de la ley.
De mi permanencia en ese lugar que tengo por testigos a los antes mencionados y a quienes me fueron a ver allá, firmando el denigrante cuaderno. Incluida La Carmela hermana y jefa de los biyis del 25 Sur y Nueva La Habana. El lugar enorme del tercer piso, con altas ventanas enrejadas permiten mirar para las calles Ureta Cox y San Francisco.
Quietos o paseando siempre hablando o en grupos conversamos tirados en las escasas colchonetas planas de espuma. Todos andan con la pinta con que los pillan, todos con el equipaje del perro (el pico y las huevas, dice el refrán). Felizmente en este sector son conocidos los Bee Gees, dos de ellos tienen familiares y amigos de las esquinas en estas mismas dependencias, me agrupo junto a ellos para estar en un lote de los fuertes y no ser atropellado por otras bandas más chorizas. Es el aterrizaje forzoso la incomodidad general que más te hace añorar el mundo de afuera la libertad de caminar por cualquier calle o pasajes de estas súper pobladas poblaciones azotadas por la represión de la guerra en la jornada nacional de protesta.
Añoro mis tardes ancestrales amplias y aseadas por un viento indomable, es mejor que ser un marginal, una memoria que permanece capturada en una vitrina de una repartición pública. Hay solidaridad entre los detenidos mientras esperamos nuestro secreto momento de ser puestos en libertad, eternas esperas y trastornos de hábitos y horarios.
Traslados imprevistos con ruidos de manipulación de armamento, candados y cadenas, colocarse a la fila en espera de ser esposados y engrillados. Encadenados para ser llevados ante el actuario o la actuaria a hablar frente al juez con las manos atrás y no olvidar decirle señor, usía o magistrado al iniciar o terminar alguna respuesta. El desgraciado funcionario con cara de aburrido en su miserable terno azul tornasolado por los años de uso, el muy pendejo juez se hace el leso cuando ante sus narices de mocos secos los actuarios y los familiares de los detenidos se acomodan para beneficiar a sus parientes, ya sea pagando o entregando especies que posteriormente se repartirán. Los funcionarios revisan las declaraciones y te dicen dónde debes firmar y cuándo crees que te vas a ir para afuera, el viejo conchesumadre toca un timbre entran los gendarmes que te engrillan
nuevamente y te introducen a una pequeña celda de espera para ser encañonado y regresar al hueco del tercer piso a tu rincón mierda. Faltan diligencias. Resignado a esta situación de ser un demente que se ha escapado de algún lugar aún no descubierto, pero como no hay ningún reclamo o encargatoria de reo por delitos anteriores deberás ser dejado en libertad en otros siete días. Sin antecedentes ni antepasados. Están estudiando para dónde deportarte para cuál frontera saldrás deportado. La única frontera que conozco es la que se traga generaciones y generaciones de mi pueblo lo digo principalmente por los que no vivieron y los que lo hicieron no terminaron sus días cuando los dioses lo decidieran y no por los cazadores de recompensas de orejas y genitales.
Escuché lejanamente que doña Braun sería una agresora sexual de aborígenes. Nosotros enjaulados y unas rejas amuralladas más allá la gente circula libremente sin destino.
Por las noches, cuando se impone el silencio, no hay más motores ni bocinas que se hagan notar por las calles aledañas. Solo las tropas vencedoras y sus sirenas y balizas son dueñas de la noche. Nuestras luces están apagadas y, agrupados los muchachos detenidos, avivan a un joven para que haga su número de todas las noches, desde antes que llegáramos muchos de nosotros. El mencionado es acolorinado, lampiño, feo y que hace gestos procaces mientras afina su guitarra que no es más que un palo de escoba que en otras oportunidades se transforma en micrófono, en caballo, en metralleta o mujer. Cuenta chistes, tira tallas a quien se le ocurre, hace imitaciones jocosas de lo que ha pasado en el día al interior de la cana, de lo que ha escuchado de conversaciones de reclusos y gendarmes; imita a uno de los Biyis que ha engordado aquí, jugando y ganando al dominó; los perdedores pagan con papas fritas y pollo asado, mientras entra otra pareja a jugar; pocos internos reciben buenos paquetes de los familiares y los choros pulentos, mandan a un gendarme, con plata para taxi, con tal que traiga sánguches de pollo y papitas fritas con mostaza, ketchup y ají desde el Burger Inn de Ahumada; así nos salvamos de los porotos alumbrados de todos los días.
¡Allende! ¡Allendee! Zapateos, palmoteos y silbidos. ¡Allende! ¡Allendee!. El cabro de la escoba inicia una nueva faceta, de pie sobre un cartón que es una mesa imaginaria, un escenario, con unos lentes grandes sin cristal, bigote de corcho quemado y una banda presidencial de unas vueltas de rollo de papel higiénico, casco plástico y escoba, abre varias veces la boca sin decir nada, mostrando los dientes que le faltan; mueve las manos, las piernas y con un carismático desplante, se dirige a nosotros: querido lumpen, autoridades del perraje, autoridades corruptas y gendarmes que están pasando piola y sabemos que nos están sapiando; chiflen, compañeros todos; señores carteristas, distinguidos y delicados cogoteros, dilectos ladrones y ¡huevones que se están pajiando!
Estas serán mis últimas palabras, sabrán por el metal de mi voz, los huevones, que algún día se abrirán las grandes alamedas, también abrirán las rejas, compañeros, y, usted, general rastrero que hasta ayer juró lealtad al gobierno del pueblo, hoy amaneces de enemigo, ¿qué te pasó, paco culiao? Imita voces y situaciones, loco, improvisa mejor que la tele. Oye, indio, de este cabro dicen que es loco, es el más antiguo de aquí; le dieron duro pal once y no habló, guardó sus secretos y ahora ni el mismo sabe quién es. Nadie lo viene a ver y nos alegra estas obligadas horas eternas de encierro. No quiere salir, es de La Legua y desde el once queda medio tarado y hace chistes de lo que le preguntes, aunque nos quedamos con su Allende; los gendarmes se lo celebran, lo piden para que los vaya a hacer reír por comida. Participamos de su show de medianoche inolvidable, al interior de
esta recién inaugurada cárcel san miguelina. Lo observamos, tirados en el suelo sobre las colchonetas, tapados por el poncho gris de un biyi, fumamos encaletados pero siempre un ascurrido viene por la cola alquitranada. Acortamos las noches escuchando a Allende, que además canta como Raphael, Sandro y Jaco Monti; canta los sentidos valses y boleros de Julio Jaramillo y el infaltable Lucho Barrios, acompañado por las cuerdas del palo de escoba. Las horas de encierro se nos hacen más gratas como Triciopa Salvatierra a sus contemporáneos en Colina 2. Alguna madrugada escuchan mis voces de narrar cuentos de antepasados de cacerías sobre las praderas desconocidas del mar austral.
Salidas a nuevos careos exámenes médicos revisiones y apúrate en subir el camión indio de mierda. Nuevamente en la calle enjoyados de cadenas y candados. Mal sentados miramos por la ventanilla enrejada del camión blindado. Indio estamos en la Gran Avenida llena de micros, buses y taxis. Nos abren el portón metálico verde de un largo muro amarillo con leyendas políticas pintadas llamando a una movilización antidictatorial. Nos bajan del camión que se va a otra misión. Un gendarme nos insta a caminar hacia el interior del Hospital Barros Luco. A nuestro paso las gradas y pasillos de baldosas chirrían por las cadenas llamando la atención de enfermos y funcionarios que nos abren paso y nos miran extrañados por nuestros aspectos de biyi encadenados con un indio feo y empelotado. En la espera del loquero el gendarme nos suelta las manos y nos deja fumar; qué pareceremos los cuatro güeones engrillados y un paco que nos cuida con un palo de luma le convidamos cigarros mientras nos van atendiendo de a uno. Preguntas pocas respuestas test de figuras y colores que nos toman toda la mañana.
A la salida el camión blindado que nos trajo no está, un biyi convence al gendarme de salir a hablar por teléfono, que ahí puede llamar y preguntar, mi cabo, palabra que no nos arrancaremos a dónde iríamos así los tres engrillados de manos cintura y pies. Por diez lucas que le pasamos en la vecindad de Carlos Valdovinos nos zampamos unos chichones rápidos bajo la atenta mirada del dueño y de los parroquianos y del gendarme que pidió el teléfono. Nos regresamos al tirito güeones a la puerta del Hospital, antes que cachen y vean la cagaíta que hice. Nos despiden los vendedores de sopaipillas y de jeringas desechables, niños que venden gasa o pedazos de papel confort a los pacientes madrugadores. Arriba del camión damos tumbos en las frenadas y partidas, pero vamos más alegres al encierro. A la entrada nuevas preguntas que contestamos con voz chiclosa e impertinentes ganas de mear. Dormimos parte de la tarde. Por la noche nueva función de Allende ¡Allendee! Mañana es día de visitas, esperan buenas noticias de su casa del apresuramiento de sus causas y la ansiada libertad. Los que no van a la multi cancha para las visitas se quedan haciendo aseo a los baños y pasillos con luz artificial. Sigue Allende haciendo reír a los recién llegados y a los que salen con su atadito bajo el brazo. En los pasillos que conducen a la salida hay reclusos privilegiados que piden sus pertenencias a los que salen. Algunos caen antes de llegar a la Oficina y en el tremendo libraco que tiene sus respuestas anteriores hay que coincidir firmar y libre.
Llegan voces y carreras de niños desde el patio techado. Está lleno de mujeres de coloridas ropas alegres que entregan los escarbados paquetes que les permiten entrar, al controlarlos al ingreso. Transito entre los reclusos y sus familias; todos timbrados por gendarmería en la muñeca. Oye, cara de alacalufe, acepta este sanguchito; sírvete este cafecito; ella es mi madre, ella mi hermana, ella mi polola y esta vieja linda, es mi abuela.
Para un indio, la comida ha estado buena hoy; lástima el encierro o las diferentes situaciones arbitrarias o abusivas que se dan tras las rejas. Con sus familiares contamos lo que sucede hace un par de noches cuando estábamos compartiendo el humor del encierro con Allende, en el piso cuarto de la torre del frente, los cabros amontonan colchonetas entre las rejas, agregan papeles y prenden fuego, iniciando una tremenda humareda negra que ingresa por estos ventanucos. Se encienden las luces y alarmas; chicharrean las sirenas; ladran los perros encadenados y los ñatos presos, gritan sus nombres para la calle donde llega la policía y la prensa; se empieza a reunir un amplio grupo de curiosos. Cuídate, hijo; falta menos para que puedas salir; el actuario me pide un vídeo nuevo y ciento cincuenta lucas y da la firma del juez para tu libertad. La Carmela es hermana de uno de los biyis; conversa con nosotros y se interesa por conocer al cara de alacalufe y contarle del asado de llama que hubo en el cuartel policial de la población. Hay mucho bullicio y los gendarmes se pasean nerviosos entre la chusma que conversa y murmura. Por la noche, sentados en las colchonetas, afirmados contra el helado muro, observamos a Allende en su nuevo número de improvisación y participación de su público, verdaderamente, cautivo. Las tallas que se intercambian son buenas habla con letras de canciones letras de boleros de tangos y criollos valses peruanos. Fumamos bajo las sombras del rincón; los biyis atorándose de la risa, tosiendo; echando humo hasta por las orejas; ya, cara de alacalufe, fuma de este güirito que a la hora de visita lo trae la hermana de éste; la Carmelita pasó una caletita de cogollitos andinos de Curimón entre sus piernecitas; tendría que haberla revisado una paca o un ginecólogo para encontrarle la yerbita ahí; así que no te extrañe, si el pitito tiene un leve olor a pendejitos. Fumo callado sólo porque son de tu hermanita, fumé sin parpadear un instante observo en calmo silencio el show pero dentro de mi cabeza estoy por otras praderas, andaba cazando cantaba en una perdida larga noche sobre las aguas tiesas viendo pasar grandes témpanos llenos de luz seca islotes blancos en movimiento que hacen doler la vista lejana de mis ojos cerrados. Regreso en medio de la actuación de Allende con los muchachos tirados humeando en el suelo otros carcajean acuclillados desde los pestilentes baños a la vista.

Los biyis siguen fumando y conversando entre ellos y yo en mi cabeza muy adentro tras las colchonetas y las rejas.
Habrán notado la desaparición de la Biblioteca Nacional creerán que me secuestraron, que me robaron o que pedirán rescate. Fuma cara de alacalufe para que te sientas como en tu Tierra del Fuego. No dormimos en toda la noche atentos al programa conferencia de Manuel Alejandro Allende que imita a quién se le ocurra entre cantantes y figuras políticas de Chile y del mundo. La ronda escucha a Allende tras sus rejas y le mandan cigarros. La mañana la empezamos en la cola del agua caliente y el pan, seguimos parados o paseándonos por el lado del sol a la espera que nos llamen para darnos la libertad, pero al indio vago nadie lo reclama.
Una tarde lenta y lluviosa me llevan a la oficina y cuando me pasan un lápiz, no sé qué hacer hasta que, malhumorada, la funcionaria me lo quita; hace una cruz y entinta mis dedos y los pone con fuerza en el libro. Cuídate, cara de alacalufe; trata de no llegar nuevamente acá, te puede tocar en otra galería más peligrosa. A algunos jóvenes opositores a la dictadura les toca salida con nosotros. Avanzo por el último pasillo para llegar al último control, enfrentándome a los hábiles quitadores de prendas.
Estoy en la calle San Francisco; meo libre en el primer árbol que se me cruza. ¡Apúrate cara de alacalufe!, son las cinco de la tarde, en una hora será de noche y para más re cachas, hay protesta nacional y toque de queda a las siete. Pasan pocos vehículos; no hay vendedores callejeros; si no tienes donde ir, ándate con nosotros; mañana verás qué hacer; si te quedas por aquí, volverás a ser detenido por las tropas. Estamos afuera, indio hermano; tenemos que irnos caminando y mojándonos por entre las poblaciones, evitando los encuentros con los guerreros furiosos y ansiosos por disparar; vámonos a la casa del Hombre Lobo, a la José María Caro, a pie; él salió ayer y te podrá alojar, si no, iremos a la casa de mi amigo Shogún.
Empezamos a caminar hacia el sur; tenemos cara y olor a preso; somos cinco mamarrachos que nos apuramos en salir de la Gran Avenida, antes que lleguen las sombras y las fatídicas tropas; desaparecen los automóviles; avanzamos en medio de un silencio total; desaparecen los edificios, los colegios. Aparecen los peladeros, las canchas de tierra por las que el viento juega con los papeles y desperdicios amontonados; evitamos el cuartel policial que nos cierra el paso. Las torres de alta tensión están custodiadas por contingentes armados, lo mismo, las copas de agua. ¡Apurémonos, güeón, oh! Cruzamos la Carretera Panamericana Sur, esperando llegar sin contratiempos a la vía férrea; de ahí para allá, es tierra de nadie. Una solitaria micro nos permite subirnos sin pagar; el chofer va para el mismo lado y nos repartimos por los asientos como pasajeros. Guena onda, Poroto, que pasarai con la cromi Avenida Matta justo cuando te necesitamos. Se les nota que vienen saliendo de la cana, cabritos; sírvanse de esta botellita de pisqueli que tengo aquí. Tengan cuidado con los peñascos que vamos a entrar a la parte más brígida del trayecto; buscaré alternativas, porque el Callejón Lo Ovalle y la avenida La Feria ya están llenas de güeones haciendo fogatas y acarreando escombros para las barricadas. Llegan las primeras piedras contra los vidrios y latas de la micro y el Poroto que grita vándalos reculiaos, rechuchas de sus madres por qué no peñasquean a los tanques, mejor.
Afírmense que igual me tiro a pasar la barricada. De una micro detenida y en llamas, bajan los pasajeros y se suben, asustados, a la nuestra. El apagón total, nos sorprende en medio de angostas calles y pasajes que no son el recorrido habitual hasta desembocar a la Avenida Central donde otra turba lanza piedras a los vehículos rezagados. A oscuras, la micro sigue escapando de los airados piños de muchachones y niños. Crearán los culiaos que Pinochet viaja en esta micro destartalada, serán gueones los conchesumadres, les grita El Poroto al pasar por las fogatas que hay en la calle. En una doblada la micro es interceptada por una tanqueta y numerosos pacos y milicos armados a pie suben los guerreros a revisar la micro y a los pasajeros, abrir los paquetes y bultos, pongan los carneses donde los podamos ver y nos alumbran con sus linternas. Un pasajero mapuche que va sangrando de la frente por un peñascazo les dice que por qué no van a enfrentarse a la turba que incendia la otra micro mejor, que no nos hueveén a nosotros que somos hombres de trabajo, pobres que tratamos de regresar a nuestros modestos hogares y nos vienen a tratar así. El Poroto los biyis y el cara de alacalufe, mudos, helados escuchando atentos a ese pequeño gran hombre. Es al primero que bajan los guerreros asaltantes, lo patean en el suelo, de su bolso vuelcan todas sus pertenencias, chutean con saña su bolsa de pan. Nosotros, encañonados arriba de la micro apestando a cana y sudando vapor. Tú cara de alacalufe, quédate callado sin mover un músculo o esto huevones te escogerán a ti y cagamos todos. Podemos seguir el trayecto tras unas fieras miradas de los encasquetados. Pasamos de la Dávila a La Victoria, de la Villa Sur a la Santa Olga, la Santa Adriana, avenida La Feria, buscando una posible entrada hacia la temida José María Caro. El Poroto para los nervios, dice, se manda un potente trago. De la que nos salvamos locos prefiero a los patos malos que los conozco seguro que están ocultos en una esquina apostados con las hondas, las botellas con parafina y la chaveta libre.
Llegamos a la casa del Hombre Lobo. Nos convidan con pan y té con miel. Afuera los vecinos se organizan para hacer una gran fogata que las tropas observan a la distancia y a veces hacen un disparo loco. La cabrería se mete por el segundo piso de la botillería de las 4 Esquinas y tiran para afuera cajas de cervezas, garrafas de vino que corren de boca en boca. La luz del helicóptero busca al piño que se esconde y deja la fogata sola, los vecinos en sus puertas y ventanas atemorizados por los gases lacrimógenos esperan ver llegar las tanquetas las micros de pacos que le pegan al que ven, desarman el fuego y se van.
Regresa el grupo de jóvenes de la cuadra y algunos vecinos avivan el fuego, cantan a la Violeta y el Quila. Gritan contra los sapos del barrio. Así que venís saliendo de la cárcel indio sírvete con nosotros esta delicia de Malloa.

Al día siguiente humean las fogatas; los diarios muestran los vehículos incendiados y los muertos en los diferentes barrios. Las portadas se las llevan comandantes y ministros. La esquina muestra un aspecto desolado; el kiosco de lata abollado y volteado sobre la vereda; los semáforos cuelgan de sus pedestales; los cables de la luz cortados, chisporroteando, a consecuencia de los cadenazos nocturnos. Las esquinas llenas de escombros, basuras y neumáticos humeantes. Pasan camiones llenos de soldados que apuntan en todas direcciones, mientras otro grupo uniformado, procede a amontonar los escombros. De los cables del alumbrado cuelgan unas figuras con gorra que recibieron los honores de la turba. Oye, cara de alacalufe, el diario dice que, desde una vitrina de la Biblioteca Nacional de Santiago, se roban el cuerpo de un aborigen austral que pertenece a una etnia extinguida, que están a la espera de un comunicado oficial para saber el monto del rescate; ¿qué te parece?
Puras güeás, no pesquís loco. No le niego que no quiero volver, que la experiencia actual, salvo la violencia del maltrato de la Guerra, el resto me ha gustado y me brindará la oportunidad de regresar a mis canales. No más vitrina. No se explican el sentido de este nuevo atentado antipatriótico del extremismo internacional en contra de la seguridad nacional. Me quedo en la casa del Hombre Lobo; lo acompañaré a trabajar a la feria Lo Valledor, con la esperanza de encontrar al chileno que hace días me encarga que le cuide la llama y decirle lo que pasó con su animal; lo puedo traer donde la Carmela para que le confirme los hechos, antes que se me pierdan en las praderas de la mente contemporánea que esto me pasó hace muchos años y hoy lo logro transmitir y pueda quedar expuesta la verdad del anciano patrón. El hermano Ñefi le pediría a la Carmela que se sacara uno güeno. El olor a cana al poncho le duró meses, a pesar de múltiples lavadas, el olor lo tiñó a fuerza. El poncho ha regresado a casa, después de años, sólo fragante a buenos recuerdos.