Nueve de la mañana del lunes nublado, la esquina está repleta con toda la insolente cabrería de los pasajes. Hoy no voy a la escuela porque me mandan con comunicación al apoderado, tengo que cortarme el pelo o no puedo entrar a clases. Si te viera don Bernardo O’Higgins quién sabe qué diría con lo chascones que estamos y tan mecha dura que eres tú, me dice la señorita Hermosilla; quien aprovecha para darme un potente mechonazo. Y como en casa no hay ni para peluquería, acá estoy afirmado en la pared de la esquina pasando la vida.

Se acerca una camioneta azul con varios ñatos con cascos amarillos que levantan una polvareda que hace correr y ladrar a los quiltros. Ojalá no sea otra mala onda con los pacos, digo en voz alta. No seai leso, cabro, me dice la iluminada gorda de la cuadra; lo que pasa, y me lo dice señalando el cielo, es que ahí viene El Trabajo. El grupo de hombres de mameluco azul se detiene, bajan de la camioneta entre muy muertos de la risa y muy recién desayunados.

Al que apodan “El Veneno” deletrea lentamente los nombres y a cada perico de los palotes, se produce una zalagarda de hurras y aplausos. Reparten palas y chuzos numerados, nacen líneas de tiza que rodean árboles, atraviesan acequias y tierrales polvorientos de los extramuros. Métale hacer hoyos, amontonar piedras y sudar en silencio. De lo único que se conversa es de la repentina aparición del Trabajo. Que en la antigüedad mandan a hacer pirámides, a lavar oro en Marga Marga; otros arrastran moles de piedras por Isla de Pascua y por el Cuzco y sus alrededores.

La llegada del Trabajo revoluciona a las numerosas familias, a las familias de allegados y a los allegados sin familia. A los cabros chicos nos dejan jugar en la tierra removida, en los hoyos hacemos túneles y refugios antinucleares; nos agarramos a peñascazos hasta olvidar la televisión y los rankings radiales de canciones. Pasada la medianoche, mi mamá me tiene metido en la artesa, sacándome la tierra de los juegos. Me lava en silencio porque mi padre y mi hermano duermen agotados por el manual acarreo de escombros. Sueño que por la mañana me llaman al trabajo con aplausos y chivateos.

Estamos en el invierno de mil novecientos ochenta y tres. Hay que salir temprano y regresar a la población, después de almuerzo porque desde las siete de la tarde arden las fogatas de neumáticos; se lanzan cadenas a los cables que chisporrotean y dejan el sector a oscuras. Agarran a peñascazos a las micros y por las barricadas, gritamos de lo lindo. El viernes habrá dinero para peluquería, tengo unos días para estar parado, mirando los cerros cafés y azules de la cordillera que nos encierra día y noche en nuestras limitadas cuadras. Una semana para tirar piedras a los tiestos y maderos que bajan por las aceitosas aguas del zanjón. Salimos a recoger diarios y bolsas de leche que, temprano, dejan los repartidores en los antejardines de barrios mejores que el nuestro con veredas y jardines.

Esta semana será más entretenida porque miramos a los hombres picar la tierra que se amontona en medio de la plazoleta. Sudor, pala y carretillas.

El Veneno, de pura rabia, hoy rompe en pedazos un plano y ordena que todos vayan al lugar donde se construirá la nueva cancha vecinal. Cuando tiene a todos los pobladores acorralados con sus familias observándolos, a gritos, amenaza que las madres tengan más vigilancia, para que los niños no destruyan el trabajo que por el día han hecho sus padres que todo es por nuestro bienestar; si no, El Trabajo se irá y los ficharemos a todos.

El Veneno es chico, delgado y de piel oscura; usa el pelo largo enrulado como Ángela Davis o Bob Marley. Antes de la guerra, tocaba la guitarra eléctrica en una orquesta tropical del barrio que se presenta en bailes escolares, actividades dieciocheras vecinales o jornadas solidarias para nacimientos, enfermedades y defunciones. Se sabe que es violento con el copete y los jales, algo delincuente, canero fino para la pluma, antes de tener este trabajo de capataz del Trabajo. Usa zapatos negros de tacón alto y hebilla brillante, un pantalón lila de piernas anchas y una amplia camisa floreada, fucsia de amplio cuello, a lo Jackson Five. Pero son sus grandes ojos plomos los que le brindan el sobrenombre. El Veneno tiene la pura cara de malo, es la pomada que le venden al Ingeniero. La realidad es sorprendida por horas del antes o del después y del nunca jamás.

Cuando explico estos hechos tal cual son me salto o me adelanto para llegar otra vez al pasado quiero que veas las fotos que andes con Los Muchachos de la Esnaqui y que transites las cuadras y pasajes por donde esto sucede que por horas te detengas invisible a observar el movimiento del peladero y la multitudinaria feria dominical. No quiero olvidar nada. Ni el vino tinto que corría desde la botillería de la señora Aurora a causa de un terremoto dice el Negro Daví y que el Chota y sus perros se hincaban ilusionados en el Dos Poniente hasta Fernández Albano. Recorro los ojos sobre las palabras que dejo caer en tus oídos cuando voy escribiendo o leyendo en una micro que es atacada a pedradas y debo escapar del grupo de enardecidos y de súper armados policías en guerra que ven enemigos en todos los que viven en estas casas y campamentos a medio construir.

Después de la reprimenda, los hombres regresan a sus puestos. El Veneno los observa trabajar toda la jornada en silencio. Los que trabajan hablan por señas y gestos. Por la tarde, mi padre cuenta que gente de otro campamento provisorio, va a demorar el avance del Trabajo por sus calles y veredas del sector para poder recibir dinero durante más tiempo, como sea, asegurar algo para sobrevivir por el puchero en la cruda cesantía que a muchos los lleva a perchar.

En nuestro sector, cantan los martillos y los diablos oxidados, desclavando tablas y techos; puertas y rejas son desmontadas con napoleones, cuidando de no dañar las plantas de higuerillas, calas y cardenales. El resultado es increíble: las piezas del Chico Pato se trasladan unos metros hacia el grifo y se convierte en otra casa más alta y blanca; adelante está el carretón de mano pintado y que mea, Roberto, su perro. Otras casas cambian de ubicación y de color; las ventanas se abren en nuevas paredes. Ahora sí que los hicimos lesos, canta el Chico Pato, apisonando la tierra de su nuevo living. La idea es que los que tienen casa sólida se queden donde están, pero los allegados y los acampados se trasladen. Se tapan hoyos, se trasplantan árboles, cables del colgado eléctrico y cierres. Nombres de calles, pasajes y la numeración se cambia o desaparece. Entre todos arrastramos camionetas descompuestas y carrocerías abandonadas y oxidadas de una esquina a otra. Quien no cambia sus hábitos de Lo Valledor a su casa donde tiene su verdulería y frutería es don Marmaduque Grove, después de la jornada sale terneado para irse al Capricho y rondar por la máquina de poner música e invitar cervezas a las mujeres que se acercan y aceptan y arman el bailoteo. La máquina pone los discos de moda y don Marma los agarrones.

Despierto helado y destapado porque mi hermano ronca enrollándose en la frazada de la cama que compartimos. Me paro y sintiendo ruido de afuera, me acerco a un rincón de la ventana y veo grupos de personas, aún trabajando a la maleta. Al clarear distingo la casa del Molina que se ha acercado unos metros, tiene otro color y se han preocupado de arrancar las malezas y los dedales de oro entre los durmientes que resisten el ciclón del tren del cobre que pasa a San Antonio. Desvían el reguero de agua y lavaza tras las rejas de tablas y mallas añadidas.

A la llegada del sol, El Veneno se para al medio de la cuadra, coteja varias veces la realidad con el plano; vuelve a observar el lugar, después lo busca en su papel enrollado transparente lleno de rayas y números que estira frente al grupo. Su espíritu de reciente emprendedor y contratista subsidiado, se enfrenta a la comunidad que insiste en mantener una animita, una torre celeste rodeada de lirios y nardos junto al grifo del agua que chorrea constantemente. Sus paredes son de ladrillo y su techo es una plancha de pizarreño que tiene un montón de velas encendidas que en la brisa aletean como palomas. La rodea una pequeña reja de fierro pintada de blanco que sostiene candelabros, tarros de lata y palmatorias con velas; plantas reales y plásticas, junto a esta iglesia en miniatura que molesta en el plano. Cómo la vamos a cambiar, si fue aquí mismo donde la mataron, no se puede cambiar la historia del barrio. Dónde vamos a prenderle velas, a rogarle; a prometerle en otro lugar y no donde cayó baleada hace unos malditos años. La van a tener que sacar no más y al Veneno se le arranca la fiereza de unas miradas al grupo maloliente. Los vecinos con ayuda de los choros insistirán en la municipalidad para que la dejen; total, si al remodelar la Estación Central cuando instalan los buses, el supermercado, la farmacia, el persa y el metro, no desmantelan a Romualdito Ivani, por qué vamos a tener que cambiar a la Luisa Catrileo, si acá todos la conocimos, la vimos morir desangrada en la cuneta y no nos dejaron ni siquiera auxiliarla. El Veneno aclara que él esperará que sea otro el que determine la suerte de la animita. Ahora vamos preparándonos para seguir trabajando, antes que se pierdan las herramientas. El gran hoyo eriazo será utilizado como vertedero intercomunal. Los de la camioneta reparten algunos pocos alimentos básicos a los trabajadores y ellos se los entregan a sus familiares que los observan tras las mallas de alambre. Hasta el mediodía hacen tacitas a los árboles de las escasas avenidas cercanas, acumulan basuras y desechos en una esquina del peladero; levantan escalinatas de piedras, reparan y parchan el cemento de las veredas y hacen otras nuevas, más angostas y delgadas.

Se trata de tenerlos haciendo algo para poder pagarles poco; que no anden gritando por la municipalidad por trabajo, pan, justicia y libertad. Que de sospechosos todos, pasen a engrosar las filas y listas de los irregulares enemigos internos. Toman medidas y niveles en una manguera transparente llena de agua. Las mujeres barren las calles, amontonan ramas y queman las hojas secas donde se calientan las manos en el espeso y penetrante humo. Mi padre, cree que no serán muchos más los días de trabajo que tendrán las cuadrillas de vecinos cesantes, que los cambios nocturnos pueden ser descubiertos y no podremos seguir manteniéndonos a salvo de la epidemia de la recesión eterna. Pero los administradores del Trabajo se la tragan, jefes nunca vienen, y El Veneno, me tinca que El Veneno se hace el huevón de puro vivo que es.

El dueño de la ferretería y anexos para la autoconstrucción está contento porque vende pintura, escasean los clavos de cuatro con tanta transformación, y de contento, el hombre compra unas cervezas de a litro a los vecinos trabajadores que sacan basuras y malezas frente a su alto murallón que llega hasta la esquina y lo protege de los frecuentes asaltos con que culminan algunas tardes de la periferia.

Andamos inquietos, alertas, tranquilo nervioso pues debemos ser otras personas y por los pasajes estamos ensayándonos con otros nombres. Cada casa es un barco diferente entre años, hambres y edades; tras cada puerta hay diecisiete personas o más, con enorme mayoría de niños.

Al término de la jornada, cuando los trabajadores-vecinos-cesantes-enemigos se dirigen a sus hechizas bicicletas, o buscan la salida para tirar pata a la ruca, a punta de gritos los cuidadores del Trabajo los hacen formarse en fila y numerarse. El Veneno llama por el apellido paterno, luego el nombre y el individualizado debe levantar una mano derecha abierta y decir su segundo apellido. Pasan largos minutos, nosotros estamos al cateo. Vemos llegar la camioneta azul escoltada por un fuerte contingente armado que asoma de un furgón policial; los pacos ayudan a bajar a un guatón que arma un pisito de madera en el que se sienta con dificultad. Abre un negro maletín sobre sus rodillas y empieza a llamar por la lista de a uno a firmar o a colocar el pulgar entintado frente a su nombre, le devuelven el carné de identidad y les pasan unos billetes nuevos de quinientos pesos. Terminado el anticipo, se produce un desbande en todas direcciones a pie o en bicicleta porque no hay locomoción colectiva que se atreva a circular. Hay paro nacional, tropas de a pie recorren los pasajes apoyados por helicópteros y tanquetas en las avenidas más anchas; controles y revisión de documentos en las esquinas de los pasajes. Todos a sus casas a ver al perro ladrar por la televisión y esperar el apagón, cantando a la Violeta Parra en las puertas protegidos por las sombras.

Al día siguiente hay más calma, los pasajes se mantienen en silencio, de alguna ventana sale música; de otra, Sergio Campos da color al diario de Cooperativa. En los titulares de los diarios autorizados a circular, salen fotos de las fogatas y destacadas las cantidades de los jóvenes muertos que no portaban armas.

Después del anticipo, el barrio ha despertado tarde; menos los que deben partir a darle a la pala y el chuzo; hoy les toca despejar las calles; enderezar lo que quedó de los semáforos y sacar los monos de trapo que cuelgan toda la noche de los cables del alumbrado público representando al tirano y señora.

Por las calles más pacíficas transita el Chico Pato con el Tuto, emparafinados, empujan el carretón cargado de tomates, cebollas, papas y ají verde, caserita, el piropo y la talla simpática a las mujeres que les salen a comprar. Con las primeras entradas de monedas los carretoneros desaparecen por turno en la puerta de la casa de la señora María que está llena de vecinos, atraídos por las quemadas de la rayuela y por los punteos de las guitarras del dúo de los Vargas; padre e hijo hacen cantar y reír a la concurrencia que se empina sus medios de tinto o blanco con bebida, hasta que la lluvia nos encierra a todos. Se hacen pozas por todos lados que deben saltar los que salen del trabajo o los que regresan a sus casas desde otros barrios. Con el viento, las ropas caen de los cordeles y las goteras carcajean dentro de las ollas y tiestos plásticos repartidos por el suelo. Todos en casa mirando la tele hasta que se corta la luz y nos llega un griterío de una lejana multitud. La lluvia se adueña del cielo y de las ventanas; el agua hunde la tierra y los árboles se tienden en el barro soltando sus raíces. Las primeras micros dan sus lentos pasos. Al levantarme salgo a ver a los trabajadores que esperan al Veneno, cubiertos con una capa de goma amarilla igual a la del Florcita Motuda. Ellos apuntalan un poste de la luz que amenaza con caer sobre las casas y la garita de las micros que tienen su paradero en el peladero de la esquina.

Entre sí los trabajadores del Empleo Mínimo, del Pem y del Pohj se llaman trabajados. Somos los trabajados del Shile que vivimos en barrios repletos que son fábricas de obreros, de manos de obra barata, somos perraje. Un piño de trabajados entibia sus manos en el aliento. El Veneno anuncia que sólo trabajarán los de la cuadrilla de emergencia, pero el día será considerado como trabajado para todos.

Cuando deja de llover se ve algo de dinero circulante que va a quedar a los negocios y bazares del barrio. Los cobradores de los caseros semaneros se atreven a transitar por los pasajes montados en bicicleta, anotan los abonos y las disculpas en la tarjeta de cobranza semanal. Su regular paso y conocido oficio de quitaplata, los hace el pichón preferido de los desesperados flojos delincuentes marginales. Primero les roban la plata, en otra esquina, la bicicleta; después el reloj y la ropa, hasta que logra detener un taxi que lo saque empelotas de aquí. No siempre ha sido así, hay sectores más brígidos y peludos. Esto, en determinados lugares, días y horas porque en otros sectores, los vecinos y los vecinos de los vecinos regresan a casa con paquetes y cajas de cartón mal atadas. El cura gringo comenta que los pobres, siempre andamos con paquetes en las micros, en el metro, siempre con bolsas en bicicleta o a pie. Bultos del que asoman cachureos descompuestos, patillas de plantas, restos de artículos de mimbre y ropas que les regalan sus ocasionales patrones o empleadores. Van a comprar al Matadero de Franklin o a la Estación Central.

Ante la imposibilidad de seguir haciendo nuevos hoyos, de cambiar de ubicación y color a las mediaguas del campamento vecino y seguir en El Trabajo, deciden cambiar de gente para unas encuestadoras y otras nuevas asistentes sociales nos encuentran durmiendo en otras casas y con nuestros nuevos nombres. Quedamos cerca de un zapatero que remienda tacos y medias suelas. Reniega poco optimista, pues la actual presencia del Trabajo, él sabe que todo volverá a ser como antes, que los hombres volverán a hacerse invisibles, que nadie los verá cuando salgan a buscar trabajo; que sus manos es lo único que tienen y por eso, los guardias azules de los supermercados no les sacan los ojos de encima. Con el zapatero Joel Guerrero permanecemos juntos en una de sus fotos clandestinas de su compañera secuestrada y terapeuteada con sus hijos en el Pidee.

Para que El Trabajo alcance para todos, arenga El Veneno, las reparaciones y demoras de este sector deben terminar: y partir él con sus plantillas de trabajo a otras comunas, para que lo vea la prensa de tv y lo sepan las estadísticas; pero claro, qué van a saber ustedes de eso. Ustedes ya trabajaron estas semanas, se tomaron nota de sus necesidades y demandas, ahora le toca a otros barrios; ustedes deben rebuscárselas como antes que apareciéramos, salvándoles la campana con la peguita. Todo dicho en voz alta por El Veneno, afirmado en su desplante y la piedra de sus ojos.

Mi hermano se integra a la comisión de los que tienen que analizar la situación, determinar qué es lo que se puede hacer para seguir teniendo El Trabajo aquí, aunque sea uno por casa; ya no queda truco que usar para recibir la escuálida paga semanal para ir trabajando y destrabajando y crear nuevas situaciones dilatorias.

El resultado está en las portadas de los diarios: neumáticos encendidos, barricadas, llamas amarillentas, altos humos negros y los titulares rojos están centrados en las cifras de muertos, heridos y detenidos de la jornada.

En primera página está mi hermano con una herida sangrante en la espalda, un cañón de metralleta cerca de su cabeza que permanece con sus ojos abiertos, mirándonos desde el papel. Mi mamá lo cubre con la bandera chilena que le pasa el cura gringo.

Cuando entregan su cuerpo lo vamos a enterrar, rumbo al cementerio Metropolitano nos siguen buses y camiones que transportan apertrechadas tropas pintadas y encasquetadas. En el acto del funeral no aguantan nuestras canciones, interrumpen y acortan la despedida; nos empujan hasta donde nos esperan las tropas que nos disparan balines de goma, gases y hondazos. Entramos a la lucha cuerpo a cuerpo y les damos duro con los palos de los estandartes, ellos con sus escudos, lumas y botas, nosotros con los coligües de las banderas y métale combos, gargajos y chuchadas. Con las sirenas y balazos corremos perseguidos por el chorro del guanaco por los peladeros que rodean al cementerio y otros pobladores nos refugian en sus barrios. Corremos porque hay que evitar ser detenidos, las pateaduras al interior de sus micros ya las conocemos.

Lo malo estuvo en que los informantes del Trabajo, detectan las actividades del grupo de mi hermano, que por las noches salen a rayar paredes y a repartir volantes para una reunión asamblea entre las comunas para elegir una directiva y enfrentarse a los manipuladores dueños del Trabajo.

Desde ayer, los helicópteros pasan antes de las siete de la mañana a muy poca altura de los techos, estremeciéndonos. En el pasaje se forman remolinos con los papeles de la feria del domingo y sobre nuestro cercano cielo, desde la puerta abierta del armatoste volador, hay un cara tiznada que sonríe amenazadoramente, afirmadas sus manos sobre la reluciente ametralladora que busca a sus diarios enemigos. Desgraciadamente hay una cercana base aérea, desde allí nos controlan, con la ayuda de un potente reflector que está en la torre de los bomberos para colaborar cuando hay apagones. Como único homenaje a mi hermano, por la noche voy al muro a repasar las letras, a escribir las que faltaron cuando la ráfaga deja inconcluso su mensaje que llama a la unidad para organizar el primer paro poblacional. Todo esto es cuando la fruta chilena sale a hacer patria a los mercados internacionales, qué les importa que cambiemos los letreros de la Avenida Central por Avenida Compañero Salvador Allende o del callejón Lo Ovalle por Avenida Víctor Jara.